martes, 21 de enero de 2014

Sin título (en los tiempos que corren)

            Esperé. Observaba la penumbra que todo lo abarcaba, y esperaba que mi deseo se concretase: quería escucharlo respirar, pero no lo estaba haciendo. La posibilidad de que mi amigo sea una porción de carroña más junto a su coinquilino me aterraba tanto como ser escuchado por el verdugo. Pensará que fue un arrebato de la insania propia de la soledad que me hizo aproximar a un hemisferio del muro. Era el más húmedo, pero también el más fino. Pensaba que allí se dibujaba una circunferencia con una cruz en el medio, como si fuera un indicio de mi función en el relato. Comencé a golpear, al comienzo con una suavidad incontenible que se perdía en la desesperación del vacío. Uno, dos, tres… el muerto seguía en el suelo, incluso ya podía oler la putrefacción de la carne. Me agitaba, y pensaba; o me agitaba porque pensaba. Ahuyentaba a los bichos, fanáticos por el banquete. El zumbido ensordecedor decrecía a medida que en mis uñas quedaban restos de piedra y humus, y la pared se desmoronaba de a poco. Sentía mis dedos tocar el viscoso hedor de los gusanos que habitaban en la oquedad de los muros, con una textura que desenmascaraba la falsa aspereza ígnea. He aquí lo increíble, cuya existencia recordé luego del olvido. Me pareció poder ver un destello; en realidad me pareció ver. Creí que la vista era otra capacidad muerta en mí, que había borrado los recuerdos de los claroscuros, de las curvas y los rellenos; y que mi conocimiento se había demarcado en lo invisible. 


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