Esperé.
Observaba la penumbra que todo lo abarcaba, y esperaba que mi deseo se
concretase: quería escucharlo respirar, pero no lo estaba haciendo. La
posibilidad de que mi amigo sea una porción de carroña más junto a su
coinquilino me aterraba tanto como ser escuchado por el verdugo. Pensará que fue
un arrebato de la insania propia de la soledad que me hizo aproximar a un
hemisferio del muro. Era el más húmedo, pero también el más fino. Pensaba que
allí se dibujaba una circunferencia con una cruz en el medio, como si fuera un
indicio de mi función en el relato. Comencé a golpear, al comienzo con una
suavidad incontenible que se perdía en la desesperación del vacío. Uno, dos,
tres… el muerto seguía en el suelo, incluso ya podía oler la putrefacción de la
carne. Me agitaba, y pensaba; o me agitaba porque pensaba. Ahuyentaba a los
bichos, fanáticos por el banquete. El zumbido ensordecedor decrecía a medida
que en mis uñas quedaban restos de piedra y humus, y la pared se desmoronaba de
a poco. Sentía mis dedos tocar el viscoso hedor de los gusanos que habitaban en
la oquedad de los muros, con una textura que desenmascaraba la falsa aspereza
ígnea. He aquí lo increíble, cuya existencia recordé luego del olvido. Me
pareció poder ver un destello; en realidad me pareció ver. Creí que la vista
era otra capacidad muerta en mí, que había borrado los recuerdos de los
claroscuros, de las curvas y los rellenos; y que mi conocimiento se había
demarcado en lo invisible.
martes, 21 de enero de 2014
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