martes, 30 de diciembre de 2014

¿Dónde está la norma?

(Dirección de la Escuela Primaria n° 10. El aula está completamente vacía, en el centro hay un escritorio cubierto de papelerío. Entra precipitada la maestra normal Eloísa Cristófanes, una mujer amena y de ascendencia eslovena)

Señorita Cristófanes:
Permiso, Norma ¿Se puede? No quería interrumpirla pero sólo quiero informarte que Martín del 4°A está haciendo jugarretas otra vez. Ahora se le dio por el punzón, el punzón para cortar el corcho de los pulpos de la cartelera. ¡Santo Dios! Le dije aproximadamente unas cinco veces que dejara de usarlo, pero pareciera que le hablo a un banquito vacío. Lucas, que se sienta con él, primero reía sin control pero recién lo llegó a mirar con desconfianza y se sentó a mi lado mientras yo recortaba más estrellitas de mar. “Seño seño, me da miedo Martín con ese destornillador”, me dijo en su inocencia de niñito. ¿Qué se puede hacer, Norma? Si yo le hablo no me presta atención. Parece hijo del demonio. Ese es el problema de las escuelas de ahora, y todo gracias a su excelencia de la historia argentina que derogó a Dios de las escuelas cuando yo era adolescente, por el 50. Si eso no hubiese cambiado, estaríamos mucho mejor. ¿Acaso se cree, Norma, que si le pregunta a un chico los mandamientos se los sabe? Un mandamiento es una ley, una ley divina. Si los hombres la evaden, se alejan de la gracia. ¡Por eso los quebrantan constantemente! Mire, Dios es justo y ampara pero también castiga. ¿Pero cómo puede hacer justicia alguien de quien siquiera se tiene conocimiento de existencia?
(Se escucha de fondo la sirena de una ambulancia)

Yo la previne Norma. Dios castigó. Ese chico no quería soltar el punzón, y se lo tuve que sacar; pensé quizá Dios lo educaría mejor que sus padres. 


domingo, 11 de mayo de 2014

Auxilio, pacientes


Cuando el viento me golpea, los cristales del ventanal se vuelven imperceptibles.

Afuera, la gente esperaba para morir; de pie, con las pupilas perdidas, desnudos o en pañales reciclados. Los más decididos simplemente imitaban la forma futura, figura que alimentaría a las raíces de los álamos. Tosían y gruñían como alimañas, hasta ensordecer a los recién nacidos que leían de ese mundo el ruido de las sirenas y de las máquinas. Parecía que escupían una dañada y maloliente bilis negra como cal. Los huesos rechinaban y se volvían polvo; y los rostros se desarmaban en porciones, como una laja golpeada. 

Yo me consideraba diferente: no un contaminado, sino un converso. Ni el grito de los niños torturados ni las vocales de los pacientes, sólo el canto de las sirenas y las máquinas me endulzaba.

Cuando el suelo me golpea, los cristales del ventanal se vuelven imperceptibles. 


martes, 21 de enero de 2014

Sin título (en los tiempos que corren)

            Esperé. Observaba la penumbra que todo lo abarcaba, y esperaba que mi deseo se concretase: quería escucharlo respirar, pero no lo estaba haciendo. La posibilidad de que mi amigo sea una porción de carroña más junto a su coinquilino me aterraba tanto como ser escuchado por el verdugo. Pensará que fue un arrebato de la insania propia de la soledad que me hizo aproximar a un hemisferio del muro. Era el más húmedo, pero también el más fino. Pensaba que allí se dibujaba una circunferencia con una cruz en el medio, como si fuera un indicio de mi función en el relato. Comencé a golpear, al comienzo con una suavidad incontenible que se perdía en la desesperación del vacío. Uno, dos, tres… el muerto seguía en el suelo, incluso ya podía oler la putrefacción de la carne. Me agitaba, y pensaba; o me agitaba porque pensaba. Ahuyentaba a los bichos, fanáticos por el banquete. El zumbido ensordecedor decrecía a medida que en mis uñas quedaban restos de piedra y humus, y la pared se desmoronaba de a poco. Sentía mis dedos tocar el viscoso hedor de los gusanos que habitaban en la oquedad de los muros, con una textura que desenmascaraba la falsa aspereza ígnea. He aquí lo increíble, cuya existencia recordé luego del olvido. Me pareció poder ver un destello; en realidad me pareció ver. Creí que la vista era otra capacidad muerta en mí, que había borrado los recuerdos de los claroscuros, de las curvas y los rellenos; y que mi conocimiento se había demarcado en lo invisible. 


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