Cuando el viento me golpea, los cristales del ventanal se vuelven imperceptibles.
Afuera, la gente esperaba para morir; de pie, con las pupilas perdidas, desnudos o en pañales reciclados. Los más decididos simplemente imitaban la forma futura, figura que alimentaría a las raíces de los álamos. Tosían y gruñían como alimañas, hasta ensordecer a los recién nacidos que leían de ese mundo el ruido de las sirenas y de las máquinas. Parecía que escupían una dañada y maloliente bilis negra como cal. Los huesos rechinaban y se volvían polvo; y los rostros se desarmaban en porciones, como una laja golpeada.
Yo me consideraba diferente: no un contaminado, sino un converso. Ni el grito de los niños torturados ni las vocales de los pacientes, sólo el canto de las sirenas y las máquinas me endulzaba.
Cuando el suelo me golpea, los cristales del ventanal se vuelven imperceptibles.