En un instante impensado, me dispongo a olvidar las estructuras. Un instante nada más. Tomo un viejo papel de un cuaderno de los tantos, una tijera azulada que tenía en una lata perdida y me dispongo a hacer fluir mi mente. Sin ningún tipo de control o censura, sino con la total espontaneidad y libertad que todos deberíamos tener. Libertad que todos los pueblos latinoamericanos deberíamos respirar.
El ocio es inspirador, noto ahora por qué los filósofos de la antigua Grecia pudieron razonar tantos fenómenos sin concepción alguna posible. Aquella facultad, sumada a una solitaria y calurosa noche de primavera, tocaron mi hombro derecho para sentarme a escribir un azaroso poema que retoma preceptos de un poco menos de cien años atrás.
¿Fue controlado? Fue inconsciente. De allí, fuente de todas mis ideas netas.
Siento deseos de puro automatismo.
Rousseau siempre tuvo la razón.
Cuelga un rosado toallón;
los lagartos, siempre devoran las moscas.
Casi no veo las nubes en el firmamento,
el anaranjado maúlla: “Socorro, comida”, pide.
Seguro detrás alguien también me vigila.
Hedor a carnes muertas.
“Miau”.
Seguro no comprende ni un ápice,
un jardín puro, cristal;
y sigo pensando en Góngora,
con su mirada tajante
sigue mirándome.
Es una pena, tanta belleza derrochada.
Sólo hay una estrella,
es música para mi psyche
que se acopla con el brillo de la luna.
El caer de la fuente de mamá.
Los colores rodean y vislumbran nuestra vida.
Pienso constantemente en Góngora, mi amigo.
El aroma a carnes molidas.
Mi corazón palpita más fuerte;
ya rodean, ahora, mi piel…
la estatua perdió su brazo.
Cuento ¿Cuento? ¿Con quién?
Ella está cubierta de vello.
¿Maldad?
Agua contaminada,
lejos, fuera, me observa.
Me ignora y mira hacia el occidente.
“Silencio”, grítame el jardín.