(Dirección de
la Escuela Primaria n° 10. El aula está completamente vacía, en el centro hay
un escritorio cubierto de papelerío. Entra precipitada la maestra normal Eloísa
Cristófanes, una mujer amena y de ascendencia eslovena)
Señorita
Cristófanes:
Permiso,
Norma ¿Se puede? No quería interrumpirla pero sólo quiero informarte que Martín
del 4°A está haciendo jugarretas otra vez. Ahora se le dio por el punzón, el
punzón para cortar el corcho de los pulpos de la cartelera. ¡Santo Dios! Le
dije aproximadamente unas cinco veces que dejara de usarlo, pero pareciera que
le hablo a un banquito vacío. Lucas, que se sienta con él, primero reía sin
control pero recién lo llegó a mirar con desconfianza y se sentó a mi lado
mientras yo recortaba más estrellitas de mar. “Seño seño, me da miedo Martín
con ese destornillador”, me dijo en su inocencia de niñito. ¿Qué se puede
hacer, Norma? Si yo le hablo no me presta atención. Parece hijo del demonio.
Ese es el problema de las escuelas de ahora, y todo gracias a su excelencia de
la historia argentina que derogó a Dios de las escuelas cuando yo era
adolescente, por el 50. Si eso no hubiese cambiado, estaríamos mucho mejor.
¿Acaso se cree, Norma, que si le pregunta a un chico los mandamientos se los
sabe? Un mandamiento es una ley, una ley divina. Si los hombres la evaden, se
alejan de la gracia. ¡Por eso los quebrantan constantemente! Mire, Dios es
justo y ampara pero también castiga. ¿Pero cómo puede hacer justicia alguien de
quien siquiera se tiene conocimiento de existencia?
(Se escucha
de fondo la sirena de una ambulancia)
Yo
la previne Norma. Dios castigó. Ese chico no quería soltar el punzón, y se lo tuve
que sacar; pensé quizá Dios lo educaría mejor que sus padres.