Escuché
con virulencia a Monsieur Arnaud y su exposición. De a poco los participantes
iban silenciando. Todos querían escuchar al sabio. Con su frente un tanto
fulgente por el calor y su barba como la de los sabios de las tribus antiguas, el
viejo captó la atención de los presentes. Una vez concluido el discurso, todos
concluyeron en que su retórica causó un inesperado efecto de disonancia. Respiré
profundamente el aguerrido diálogo entre los participantes de la escaramuza.
Luego de un rato prolongado, deslicé mi
espalda por uno de los muros hasta caer en el suelo. Esos animales rugían, como
monstruos, como máquinas gigantes que trituraban metales y los fundían. Yo
meditaba, observaba el contrato, el polvo de mis uñas. Me hundí bajo una
empalizada de pantorrillas y de calzados pobres que buscaban pan, que
acarreaban bebés y que oscilaban al compás de los gritos, como si fuera un vals
de la Corte. Abrí mi libro, y leí.
(Fragmento)