No tardé en bajar los peldaños al golpe de la puerta. Mucho menos tardé en encorvarme para observar por la perilla. Oscuridad; me intrigué. Abrí, suavemente, dudando acerca de lo que podría suceder del otro lado. Sólo nos separaba una placa de madera, de no mucha mayor altura que la mía; y la vacilación era continental. El golpeteo se acrecentaba, me intrigaba el misterio anverso. Abrí de a poco. Alerté a mis manos cuando sentí al fuerte presión que del otro lado empujaba. “¡Ayuda!”, grité con fulgor. Mis cabellos comenzaban a humedecerse y mis manos trepidar. Era dificultoso. Mis brazos se dilataron a la par de la circulación de mi sangre, continuaba haciendo fuerza. No podía cerrarla, ahora intentando con mi espalda. La desnudez de mis pies se deslizaba en el suelo siempre pulcro. Intenté alertar a los vecinos: “¡Fuego, fuego! ¡Emergencia!”. Nadie reaccionaba, ni dentro ni fuera de los muros de mi casa. El sudor impedía la fricción y me era casi imposible seguir sosteniendo la puerta.
Agoté mis energías, y me lancé en una marea de libros que había despedazado la puerta. Un tsunami de hojas, lomos y tapas que me derribó de un golpe. Nunca había observado tantos libros en mi vida, ni siquiera en las bibliotecas más grandes. Se había inundado la totalidad del salón, llegando los tomos del Lazarillo y los manuales de gramática a mi pecho; mas no dejaban de surgir más. Provenían del exterior. No podía moverme, ni siquiera rotar; estaba atrancado por los acertijos de Christie. Apreciaba el cielo raso cada vez más cerca, hasta que pude palparlo con mis manos. La entrada se había perdido en la marea. Las hojas entraban ahora también por las ventanas, rompiendo los sostenes de las cortinas uno por uno. Otras provenían del baño; pero todas caían del despejado cielo. Era el diluvio tan profesado, que alguna vez fue extrapolado por los mayas anunciando el fin de las civilizaciones de Américas; pero nunca predeciría sería ocasionado por literatura. No podía trasladar los labios para esbozar una mínima frase de ayuda, ni mecer mis extremidades en búsqueda de nuevas posiciones. La sólida marea me dominaba, el techo ahora sobre mi mejilla, la espuma encegueciendo mi visión y el firmamento granizando códices. La gran sala fue ocaparada, y sus paredes perdieron su rosáceo en un tono gótico e imperceptible.
Aquella mañana, el fanático lector fue hallado en su lecho, sin signos de latidos y abrazado a Calixto y Melibea, siendo el rigor mortis el que no los separaría.
Monsieur MagnifiqueAgoté mis energías, y me lancé en una marea de libros que había despedazado la puerta. Un tsunami de hojas, lomos y tapas que me derribó de un golpe. Nunca había observado tantos libros en mi vida, ni siquiera en las bibliotecas más grandes. Se había inundado la totalidad del salón, llegando los tomos del Lazarillo y los manuales de gramática a mi pecho; mas no dejaban de surgir más. Provenían del exterior. No podía moverme, ni siquiera rotar; estaba atrancado por los acertijos de Christie. Apreciaba el cielo raso cada vez más cerca, hasta que pude palparlo con mis manos. La entrada se había perdido en la marea. Las hojas entraban ahora también por las ventanas, rompiendo los sostenes de las cortinas uno por uno. Otras provenían del baño; pero todas caían del despejado cielo. Era el diluvio tan profesado, que alguna vez fue extrapolado por los mayas anunciando el fin de las civilizaciones de Américas; pero nunca predeciría sería ocasionado por literatura. No podía trasladar los labios para esbozar una mínima frase de ayuda, ni mecer mis extremidades en búsqueda de nuevas posiciones. La sólida marea me dominaba, el techo ahora sobre mi mejilla, la espuma encegueciendo mi visión y el firmamento granizando códices. La gran sala fue ocaparada, y sus paredes perdieron su rosáceo en un tono gótico e imperceptible.
Aquella mañana, el fanático lector fue hallado en su lecho, sin signos de latidos y abrazado a Calixto y Melibea, siendo el rigor mortis el que no los separaría.